El poder de la comunicación


Comunicación Patricia Carbonell

Pocas veces reparamos en algo que se usa casi sin que seamos conscientes: el lenguaje. Y lo mucho que nos ayuda en la comunicación con nuestros semejantes. A menudo nos encontramos con personas que piensan antes de hablar y otras, desafortunadamente, que hablan antes de pensar. Sin embargo, ¿realmente vemos el alcance de la carga sugerente de las palabras? Se impone una reflexión sobre la capacidad que tiene la palabra para influir en las estructuras mentales de nuestros interlocutores. Como psicóloga veo en numerosas ocasiones como una misma palabra puede afectar de diferente forma a un paciente o a otro; como el uso de un tiempo verbal u otro puede dar más sensación, no sólo de inmediatez, como sería de esperar, sino de confianza.

Todas las dinámicas que se refieren a los procesos de la mente y, en general de la psique humanas, son todavía, en el fondo un territorio que no está completamente explorado ni conocido.

“La actitud psicológica de no dar nada por supuesto, es el punto de partida para descubrir aspectos de nuestros interlocutores que, frecuentemente, quizá no hemos visto jamás a pesar de estar ante nuestro ojos. Además, es todavía más importante, sea cual fuere nuestra edad, darse cuenta y apreciar todo lo que de válido y bueno existe en la historia personal de los otros, para confrontarlo con nuestra propia realidad y reelaborarlo desde nuestra experiencia”  (MAURIZIO D´AMBRA, 1993).

Nadie puede negar que la comunicación es un proceso de intercambio de información y también, por qué no, en muchas ocasiones, de mutua influencia. Lo increíble de este proceso, como bien decía Watzlawick, es que no se puede no comunicar. Cuando permanecemos callados también estamos enviando un mensaje. Pruebe a decirle a un amigo que NO PIENSE EN UN CANGURO. Con ello sólo conseguirá que se forme en la mente del otro la imagen de este animal. ¡Cuidado, pues, con lo que se dice y de qué forma se dice!

Si se quiere mejorar la actitud de un paciente que llega a consulta con un diagnóstico, por ejemplo, de depresión mayor, el psicólogo deberá llenar su discurso de palabras con marcado valor sugerente positivo, es decir, solución en lugar de problema, mejora en lugar de carencia, oportunidad en lugar de dificultad. Nadie quiere sentarse en una cena divertida al lado de un individuo cuya conversación se centra en palabras como sacrificio, error, aburrimiento o tristeza. La carga sugerente de las palabras es tal que cualquier persona tendrá una actitud más propicia a escuchar si en vez de oír: “… no te aburriré” o “te molesto sólo un minuto”, escucha frases con mayor carga positiva como: “te interesará saber” o “no quiero que te quedes sin saber que…”

Interesante es también la ayuda que nos prestan los tiempos verbales si queremos imprimir confianza en la mente de quien nos escucha, tal y como comentábamos al principio. ¿Cómo es posible que el tiempo presente sea tan útil en este menester? Si nuestra intención es convencer a un semejante de que vas a devolver un libro que te prestó, de ningún modo utilizaremos el condicional: “…te lo llevaría mañana a tu casa…” (la sensación de duda es evidente). El futuro podría ser una opción: “…te lo llevaré mañana…”. Sin embargo, si deseamos mostrar convencimiento, no hay nada como el uso del presente de indicativo:  “… te lo llevo mañana…”.

Si hasta ahora nos hemos referido a la carga sugerente de las palabras, lo que se dice o se pretende decir, capítulo aparte merece el “como” se dice. El psicólogo que habla con su paciente, no sólo debe procurarse su confianza con el sentido de sus palabras, el modo en que se dirige a él es fundamental.

Todavía recuerdo aquella anécdota de la gran actriz Sara Bernhardt durante una visita a Moscú. Le solicitaron que recitase algo para un público ávido de escucharla. Ella se excusó diciendo que no hablaba la lengua rusa. “No importa Srta. Bernhardt, la escucharemos en francés”. Sara, considerada la voz del teatro francés, y por ende internacional, después de declamar durante unos minutos consiguió arrancar de los presentes un acalorado aplauso lleno de entusiasmo con su voz perfectamente modulada que se proyectaba a gran distancia para sorpresa de todos:
-“Por favor, puede decirnos ¿qué precioso poema ha recitado?
Ella respondió de forma concisa.
-“¡Oh!, ningún poema, sólo recité los nombres de los tramoyistas en la Comédie-Française”.

Esto no es más que un ejemplo del efecto del sonido de las palabras.

Visto lo visto, comunicar es así de simple y complicado a la vez. Expresar lo que realmente tenemos intención de decir es una actividad llena de complejos detalles que si no se saben controlar pueden dar al traste con una interacción entre iguales.

Si queremos coronar con éxito un mensaje, no debemos olvidar el uso de la ironía y el sarcasmo. Ese famoso refrán de nuestros padres que rezaba “La letra con sangre entra” no puede parecerme más equivocado. En los años que me dediqué a la formación pude comprobar que un concepto o una idea llegan mejor a un auditorio cuanto más humor se emplee para explicarla. Grandes oradores, como Winston Churchill, sabían el valor de la ironía.
De todos conocida era la gran antipatía que Sir Winston y Lady Nancy Astor se tenían mutuamente y que no dudaban en trasladar a las sesiones del Parlamento. En una ocasión Lady Astor le dijo:

“¿Sabe, Sr Churchill? Si fuera Vd. mi marido endulzaría su té con arsénico” a lo que Churchill contestó: “¿Sabe, Lady Astor? Si fuera yo su marido, sin duda, me lo bebería”.

La necesidad de una comunicación fluida, clara y directa se antoja fundamental entre psicólogo y paciente. El éxito de la relación terapéutica entre ambos se basa casi exclusivamente en el uso de la comunicación en todas sus formas: verbal, no verbal, subliminal, espontánea… Ningún profesional, que se precie de serlo, debe dejar de tener en cuenta el poder de la comunicación durante una sesión. Jamás dejamos de comunicar.

Patricia Carbonell

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